Como todos los días, José María Piñares estuvo mirando el reloj, lanzándole vistazos furtivos, impacientes, hasta que las manecillas señalaron las cuatro y cincuenta y cinco de la tarde. Como todos los días, la percepción de su inhibición lo sumió en el más profundo desconsuelo, en el preciso momento en que se disponía a salir. Como todos los días, sumó la decepción al desconsuelo como quien suma dos más dos y se calzó el perramus gris con ademán irritado. Envuelto en la rutina asfixiante de una tarea asumida por obligación, sintiéndose menos libre que los presos pero más que los dementes, traspasó el Hall de la Empresa y salió a la calle.
Era una tarde gris. Una de esas tardes con olor a hollín y a tristeza. En su mente se trenzaban los hilos de mil pensamientos. Corrientes foraneas superpuestas a su razonamiento, convirtiendo su cerebro en una miscelanea donde se proyectaban la calidez del amor, amor, con las brasas del amor pasión, con la fragilidad de la incomprensión y la furia de la rebeldía.
Como todos los días, salvo raras excepciones en que Inés se atrevía a cruzar a nado el río con pirañas asesinas y aceptaba su invitación a tomar un café en Montecarlo o en el Florida Garden, se dirigió, lo más rápido que le permitían las opciones razonablemente humanas, al intento del abordaje al tren que lo llevaría de retorno a su casa.
Salteó, casi, la romería persa de los puestos callejeros. Percibió el aroma a alfajores apilados en el suelo, a maní quemado con azúcar, a pan de grasa, a choripan y a pancho con mostaza.
Zigzagueó entre gente de otro planeta y oficinistas, como él; entre tachos de basura y basura sin tacho.
Se chocó, como todos los días, con el dependiente del kiosko de diarios, revistas, afiches, cuadros, medias, paraguas y afines, ubicado en la entrada del Edificio de la Terminal del Ferrocarril San Martín y, como todos los días, corrió para no perder el tren de….y doce.
De las cuatro ventanillas para expendio de boletos, solo una estaba habilitada.
-”A José C Paz, ida” – y el señor morocho que había hablado ostentó un billete de diez pesos. Detrás de él, una señora gorda y morruda, no encontraba las monedas en su bolso. Así que, como casi todos los días, el tren de y doce ya había arrancado en el momento de acceder, él, a la plataforma.
Resignado, aminoró la carrera y se dirigió hacia el otro andén, donde abordó el tren de… y treinta y tres.
Se sentó en el primer asiento que encontró sano, con la ventanilla fire y con vidrio, en un vagón “para fumar”. Todo en una sola acción: parar, dirigirse, subir, buscar vagón, visualizar ventanilla. Su software funcionaba a la perfección. José María Piñares era un hombre perfectamente programado para hacer lo que “tenía que hacer”.
Prendió un cigarrillo y se puso a mirar por la ventanilla. Se esforzó para no caer en otra sesión introspectiva, ni en el análisis nefasto de lo ocurrido en la oficina, ni en el descabellado y masoquista romance en el que se había enredado. No quería pensar en nada, ni en el giro que habían tomado las circunstancias, ni en Inés, ni en su madre, ni en nada que se pareciera a sus patrones fijos de pensamientos.
Sí, prendió un cigarrillo y se puso a mirar por la ventanilla. Observó la luz que inundaba la vieja terminal de trenes poniendo un matiz de colorido en los vetustos techos de chapa de los andenes y en el aspecto de abandono e los vagones, desparramados en las vías accesorias. Vagones que, en una época recorrieron, arrastrados en alegre algarabía por relucientes locomotoras las más insólitas regiones del país.
Hacia ambos lados se extendían precarios estacionamientos de vehículos. Más allá, dejando atrás los andenes, serpenteando entre el laberinto de acero y madera de los rieles, se levantaba una construcción grande y sólida , destinada a talleres y oficinas, también de chapas descoloridas y castigadas por el tiempo y la falta de mantenimiento.
Por encima de aquel escenario aparecía, como un asomo de otra dimensión (interrelación del tiempo des encontrando los objetos. Infraestructuras cruzándose a des época en el centro del paisaje. Futuro y pasado generando la cruel incertidumbre del presente), el colosal puente de la autopista central; alzándose, majestuoso, como la agresiva estampa de un mañana inaccesible, engarzada al porte del presuntuoso estilo ingles colonial.
Se quedó abstraído en la contemplación de aquella escenografía familiar, cotidianamente vista y repasada, obligando a su cerebro a no desviar la mirada.
Deseaba poder detener el ritmo de la máquina infernal instalada dentro de la estructura ósea de su cabeza, que ya había comenzado a remover viejos rencores y tristezas descompaginadas.
Pero él, criatura habitada por duendes que todo lo quieren saber y poseer; que, además, conoce de memoria los pasos del arquero y donde están el río y la verdad, sintió que un aire mudo lo nombraba y la J se escurría por algún orificio del vagón – Diosa consecuente de los juegos del pensamiento- hacia el tobogán de las ideas; prodigio derrochado en vano, porque, al fin y al cabo nunca le servían para nada.
Sui buena voluntad, su filosofía de la realidad, su intento de adaptación, la comprensión de sus tendencias neuróticas, lograda, apenas, mediante largas horas de terapia. Todo se iba al diablo en el preciso momento en que su madre estallaba en un soliloquio de protestas..
A pesar de su espíritu independiente, las circunstancias habían puesto su vida bajo la fiscalización de mamá y el era, evidentemente, incapaz de cortar, por sí mismo, todo lazo de dependencia con ella.
Por otra parte, con una habilidad admirable, su madre iba atando esos lazos, ya por medio del chantaje afectivo, ya por medio de la presión económica.
Inés tenía razón: era la negación a crecer y desprenderse de sus convicciones pasadas -” El vínculo de dependencia morbosa que tenés con tu madre en un encadenamiento inconsciente y profundo. Te obstaculiza y te genera trabas internas, sucios temores infantiles y la asunción de un compromiso afectivo generado por su habilidad en tejer telas de arañas. ¿No te das cuenta? Se ha adueñado de tu vida y vos no hacés nada por liberarte”-
José María había deambulado, durante los diez últimos años por todas sus zonas erróneas, suponiendo que sus fracasos se debían a algunos residuos violatorios de su identidad real. Buscó febrilmente en las profundidades de su mente, en lo más recóndito de su memoria, las raíces de sus supuestas tendencias neuróticas. Sin el menor vestigio de timidez o verguenza trató de “proyectar su angustia” y “reconocer sus taras, sumergiéndose en la profunda nebulosa de sesiones de terapia individual, con bastantes malos resultados. “No se puede utilizar teorías generales allí donde todo es personal e individualizado “
Tres meses atrás había tenido un enfrentamiento casi brutal, con Beatrís.
“- Proyectar mis resistencias. Los males del mundo son, a un tiempo, causa y efecto de algunas tendencias perturbadoras. El inconsciente se rebela…puro palabrerío “- le había gritado con furia – “ Además, ustedes, los psicólogos, son sumamente egoístas con su tiempo. Antes era reconfortante venir a tu consultorio, desplegar las alas de la voz y diseminarme en palabras ante tus ojos inquietos y tu mano que se enredaba tratando de transcribir lo que debían ser asociaciones libres y a veces, la mayoría, se destornillaban y caían, tambaleándose, embriagadas de libertad y atención. Es tan importante saber que cuando nos expresamos alguien está allí, prestándonos la debida atención.
Pero ahora, ya ni siquiera escribís. Tu mirada, antes vivaz, se ha convertido en ojos de lagarto y ¿sabes como me siento yo? me siento como un extraterrestre o una planta…”
Entonces ella no quiso “seguir luchando sola contra sus resistencias” y lo derivó a una colega. José María había abandonado, desde entonces, la terapia
Aquel episodio lo había afectado mucho. No se sintió triste ni enojado, sino más bien desorientao. Con una infinita sensación de abandono. Fue como la comprobación de que su destino era una constante sucesión de pérdidas.
Pero allí estaba mamá para consolarlo, decirle que después de todo era mejor, que el no necesitaba “hacer terapia”, que era una persona cabal. ..
La locomotora lanzó un chirrido sobre los viejos rieles de acero de la estación de Villa del Parque y arrancó, sacudiendo bruscamente los vagones. El movimiento produjo estupor en José María, ensimismado en su pesadumbre. Apoyado en la estructura del asiento, se dejó llevar por el vaivén del carruaje. Envuelto en la cuerina verde, como un paquete olvidado, acompañó con su cuerpo el ajetreo y los sonidos.
Un vendedor ambulante apareció en su consciente. Desde algún sitio lejano, una mujer reprendía a un niño, con voz chillona, ensañada en una maraña de palabras, barullera y fastidiosa.
José María percibió, repentinamente, aquella atadura que lo mantenía ligado, inhibiendo su libertad de acción. Fué en esa proyección del pensamiento a instancias de los sueños, que descubrió los alcances del renunciamiento que superaba los límites del ego.
La raíz de su profundo temor a las movilizaciones internas. Su necesidad de mantener firmes las estructuras rígidas de una personalidad que fue construyendo a través de los años, sus defensas, sus miedos, y aquella inseguridad que no le permitía largarse en pos de sus sueños.
Y lo percibió con un dolor punzante en el medio del pecho, que al mismo tiempo que lo quebraba, lo armaba de nuevo, reconstituyéndolo a partir de sus propias ruinas.
Ahora que Inés lo había abandonado definitivamente, sumiéndolo en el peor fracaso de su vida, podía erguirse, por encima de la pena y e la aflicción. Como quien ha obtenido enseñanzas de las experiencias dolorosas.
Una expresión de tranquilidad surcó su rostro borrando de sus facciones todo rastro de abatimiento, en el mismo instante en que el guarda anunciaba el arribo a la estación de Santos Lugares.
Se apeó del tren con agilidad casi alegre, recorriendo con paso firme, las cinco cuadras de distancia hasta su casa.
Traspuso la puerta y se dirigió a la cocina para saludar a su madre con un beso en la frente, porque tratar de evitarla hubiese sido en vano. Era preferible enfrentarla, aunque fuese con artimañas, usar sus buenos modales y excusarse alegando un proyecto inconcluso, un dolor de cabeza , un cansancio terrible… tanto trabajar con los programas y los balances y las computadoras y no, que no se molestara, que no tenía hambre, que había ido a tomar algo con
Fernando ¿te acordás de Fernando?Sí, el marido de Inés, la jefa de contaduría.
Inusitadamente logró convencerla de que lo dejara en paz, y se encerró en su dormitorio.Se quitó el perramus, aflojó el nudo de la corbata, sacó papel del cajón del escritorio. Se sentó empuñando su estilográfica con una mano y el dolor en el medio del pecho en la otra.
“ Desde que tengo uso de razón me has ido acorralando de tal modo que ya no hay salida posible. Padezco una enfermiza frustración. Detectora de todos mis defectos …..
El dolor se agudizó hasta sofocarlo, abrió la boca instintivamente y quiso ponerse de pié, pero la habitación dió vueltas a su alrededor y su cuerpo se deslizó de la silla. Ya había perdido el conocimiento pero mantenía la estilográfica, apretada, en su mano derecha.
Nunca se lo perdonó. Le había prometido no entrar, no molestarlo, dejarlo morir en paz.
Lo vió caer al abrir la puerta, sosteniendo una bandeja con café y rosquillas.
Rápidamente, actuando con soltura y entereza, doña Florencia llamó a la Unidad Coronaria más cercana, y allí estaba ahora, José María, en una habitación de aquel lujoso sanatorio, atendido por los mejores especialistas el país que, gracias a su madre, le habían salvado la vida. Un minuto después y el infarto hubiese sido fatal.

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